Domingo
de la vigesimoctava semana del Tiempo Ordinario
¿Pueden
salvarse los ricos?
Nuestro Señor nunca condenó la riqueza ni los bienes terrenos por sí
mismos. Es más, entre sus amigos y discípulos se encontraban José de Arimatea y
Nicodemo, que eran hombres ricos; Jesús se hospedó en la casa de Zaqueo y de
Simón el fariseo, que también tenían grandes riquezas; entre sus apóstoles se
contaba uno que había sido publicano, o sea, recaudador de impuestos. Y además,
aceptaba en su compañía a “algunas mujeres que le asistían y le ayudaban con
sus bienes” –nos refiere san Lucas—. Lo que nuestro Señor condena es, pues, el
apego desordenado a las riquezas y a los bienes terrenos, el "hacer
depender de ellos la propia vida" y el "acumular tesoros sólo para sí
mismos" (cfr. Lc 12, 13-21).
Y es que el apego desmedido al dinero lleva al
hombre a la avaricia y a la más completa ceguera hasta el punto de olvidar lo
más importante en la vida: "¡Necio! –llamó nuestro Señor en una de sus
parábolas a un avaro-; esta misma noche te van a reclamar el alma. Todo lo que
has acumulado, ¿para quién será?" (Lc 12, 20). La avaricia hace mucho más
difícil la entrada al Reino de Dios no por las riquezas en sí mismas, sino
porque se convierten en una idolatría. Por eso dijo Jesús que "no se puede
servir a dos señores, porque se ama a uno y desprecia al otro; no se puede amar
a Dios y al dinero" (Mt 6, 24). Y esto fue lo que le ocurrió al joven rico
del evangelio de hoy. Y eso fue también lo que le pasó a Judas Iscariote, que
entregó a Cristo por treinta miserables monedas de plata.
Pero está claro que tanto los ricos como los
pobres son hijos de Dios, y tanto unos como otros pueden ser no sólo buenos
cristianos, sino también santos. Ha habido muchos reyes y reinas, príncipes y
nobles que han sido ejemplos preclaros de virtud y de santidad, y sus riquezas
no les han impedido su camino hacia Dios. Allí están san Enrique, san Luis de
Francia, santa Isabel de Hungría, santa Brígida de Suecia, san Francisco de
Borja, santa Margarita de Escocia, san Wenceslao, san Casimiro y miles más.
Las riquezas son algo accidental, y deben ser un
medio más para vivir y para servir mejor a Dios y al prójimo. Cuando el dinero
no se usa para eso, es entonces cuando comienzan los problemas... y ahora sí
nuestro Señor condena. De aquí nace la prepotencia, la soberbia, la avaricia
desenfrenada, el maquiavelismo, la injusticia diabólica y la corrupción de
muchos ricos y poderosos de la tierra que sólo se sirven a sí mismos y a sus
propios intereses… Es entonces cuando la riqueza se convierte en un gravísimo
peligro y un obstáculo para la propia salvación. Y así se cumple la palabra del
Señor: "es más fácil a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un
rico entrar en el Reino de los cielos".
Lo importante es, pues, cómo usamos de los bienes:
si le damos gracias a Dios porque nos da elementos para vivir y descansar, y
con ellos ayudamos a nuestros semejantes, o si sólo nos servimos a nosotros
mismos y a nuestros caprichos. Pero, ¡atención!, no hay que ayudar a los demás
sólo con las migajas que nos sobran y que caen de nuestra mesa, sino con verdadera
generosidad. Sólo así vamos por el recto camino.